La niña que amaba las maracuyás

Cuento basado en el artículo: Lo último en maracuyá: bioplásticos colombianos a partir de su cáscara

 

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¡Las maracuyas son deliciosas! O eso pensaba Luz, una niña de sonrisa brillante que le encantaba comer esta fruta, que se mostraba sabrosa con su amarillo penetrante. Le gustaba tanto, que se comía por lo menos 100 maracuyas al día. Su abuelita Marina la consentía con ternura, así que buscaba recetas en su inmensa biblioteca para hacer feliz a su linda nieta.

Al terminar de preparar grandes postres con esta fruta que parecía un manjar de Dioses, Luz arrojaba cáscaras a la basura y Marina, llena de amor, compraba unas nuevas para cocinar recetas exquisitas a su niña del alma.

Pero ninguna de las dos sabían que esta felicidad tenía un costo, ya que todas las basuras que las personas tiraban eran llevadas a un bosque cercano, por lo que el lugar olía tan mal que ni siquiera las moscas se atrevían a acercarse. Debido a esto, todos los animales que vivían allí se habían ido al pueblo a vivir, con sus rostros, y hasta las antenas de los insectos, marcados por la tristeza.

Por eso, un valiente chigüiro llamado Mario decidió realizar una marcha para que los humanos limpiaran el bosque. Mario trató de convencer a sus amigos, pero ninguno se animó a unirse. Lleno de seguridad, el chigüiro inició su aventura en solitario, con la única compañía de un cartel que tenía escrito: “¡Ya no más basuras!” en rojo ardiente.

Así fue como Mario estuvo toda una mañana soleada marchando frente a la alcaldía mientras gritaba: “¡Limpien nuestros bosques!” “¡Limpien nuestros bosques!”. Pero el alcalde estaba ocupado en cosas “más importantes”, por lo que no escuchó semejante exigencia. 

Luz, quien pasaba por aquel sitio,  llevaba una gran bolsa de maracuyas cuando vio a Mario. Le causó curiosidad lo que gritaba, así que se acercó a preguntarle por qué lo estaba haciendo.

“Nuestro bosque está lleno de cáscaras de maracuyá, y por eso no tenemos hogar” respondió el chigüiro con los ojos llameantes de indignación y con su voz cansada por la situación. Luz se sintió culpable, porque se dio cuenta de que ella era una de las personas que hacían que los animalitos no tuvieran un hogar. 

“¡Oh noooo!, no hubiese comido tantas maracuyás”. La niña lloró desconsolada. El chigüiro la miró asustado y no supo qué decir para calmarla.

“¡Tranquila!, solo hay que hacer algo con las cáscaras” trató de darle esperanza. Al oír eso, la niña dejó de llorar porque a su mente llegó una idea radiante, así que llevó a Mario a donde su abuela y le explicaron la situación.

La anciana escuchó atentamente, tanto con sus oídos como con el corazón. Luego buscó en su gigantesca biblioteca algún libro que los ayudara, hasta que por fin lo encontró. Así que Luz y Mario fueron entusiasmados al bosque y recogieron todas las cáscaras de maracuyá que sus pequeñas manos y patas pudieron recolectar. Después, Marina con su sabiduría de siempre, picó las cáscaras, les echó un ingrediente secreto y luego las metió a su horno mágico.

“Tilin” “Tilin” hizo el horno cuando las cáscaras estuvieron listas. Pero al sacarlas …¡se dieron cuenta que no eran cáscaras!. Éstas se habían transformado y ahora eran elegantes  bolsas amarillas. 

Así, todas las cáscaras que estaban en el bosque se convirtieron en bolsas; eran tan resistentes que las personas las usaron para llevar cosas muy pesadas, ¡como neveras!

Entre bailes y risas, los animalitos volvieron a su amado hogar, que ahora estaba limpio y reluciente.

Cuento escrito por: María Lucía Sarmiento Rojas

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