Ella era una mujer enamorada… de la naturaleza, y el aroma a hierba fresca y el cálido viento del atardecer envolvían aquel pueblito donde vivía

A Bea le fascinaba descubrir los secretos que cada hoja, raíz e injerto guardaban en el corazón del campo.
Su jardín era su refugio y su laboratorio: allí sembraba la magia.
Entre aromas y colores crecían plantas llenas de conocimiento y sabiduría.
La manzanilla calmaba sus dolores, el romero embellecía su cabello, la sábila le daba frescor… y Bea, con cada mezcla, aprendía un poco más sobre el arte de sanar con la tierra.

Un día, mientras regaba las flores, escuchó el plash, plash del agua contra la tierra húmeda y pensó: —¿Y si estas planticas pudieran ayudarme a cuidar a las personas y al planeta?

Animada por esa idea, comenzó a experimentar. Con ollas, frascos de vidrio y cucharas de madera, hacía champús, jabones y cremas al baño María. ¡Plof, plof! sonaban las burbujas cuando mezclaba el romero con la manzanilla. Pero no todo fue fácil: algunos vecinos desconfiaban. Una señora murmuraba: —Eso no va a durar nada, lo natural se daña muy rápido.
Bea se sintió desanimada por un momento, pero decidió seguir adelante porque creía en lo que hacía.
Con el tiempo, la gente probó sus productos y se sorprendió. El jabón de caléndula brillaba como el sol, el de romero era verde como las hojas después de la lluvia y el de manzanilla parecía un pedacito de nube dorada.
—¡Tu champú no me pica los ojos y me deja el pelo suave! —decía una vecina.
—¡Tu jabón hace espuma como una fiesta! —gritaba un niño entre risas.

Así, Bea no solo ganó la confianza de su comunidad, también transformó su manera de vivir: ahora se sentía más feliz y conectada con la tierra, mientras que su pueblo aprendió a cuidar la naturaleza.

Moraleja : Esa noche, las estrellas brillaron más fuerte sobre el pueblito, como si el cielo también celebrara la magia de Bea.