Daniel y el viento que encendió la ciudad

Una capa gris gigante cubría la ciudad, no era niebla ni nada conocido por quienes allí vivían; las luces parpadeaban, la gente caminaba con tapabocas y el aire se sentía como un enorme muro que los aplastaba a todos lentamente: todo se veía oscuro, cansado… definitivamente algo no andaba bien.

El cielo de la ciudad estaba cubierto de un gris espeso. No era niebla, sino humo.

Los postes de luz parpadeaban como si también estuvieran cansados, y la gente caminaba con mascarillas, no por moda, sino porque el aire parecía un muro invisible que aplastaba los pulmones.

Daniel, de quince años, se detenía cada noche en la azotea de su edificio. Desde allí miraba el horizonte de edificios oscuros y soñaba con que un día volvería a ver las estrellas.

Pero aquella tarde todo cambió.

—¿Escuchaste lo que dijeron en la escuela? —preguntó su amiga Camila, jadeando al subir las escaleras—.

Habrá cortes de electricidad por la crisis.

—¿Otra vez? —respondió Daniel con frustración—. Cada noche parece más larga…

El apagón llegó más rápido de lo esperado. “¡Zzzzt!” crujieron los cables y la ciudad quedó a oscuras.

Solo se oían los motores contaminantes de las plantas viejas, un ruido grave que sonaba como el ronquido de un monstruo cansado.

El miedo se coló como sombra: ¿qué pasaría si un día la energía simplemente desaparecía?

Fue entonces cuando el abuelo de Daniel, que rara vez hablaba de su juventud, se sentó con ellos y contó algo distinto:

—Cuando yo era joven, empezamos a escuchar de una revolución energética —dijo con voz grave—.

Hablaban de paneles solares que atrapaban la luz del sol, de molinos que bailaban con el viento, de ríos que compartían su fuerza sin secarse ni ensuciarse. Muchos decían que era imposible. Pero no lo era. La esperanza estaba allí, esperando a que alguien la despertara.

Las palabras encendieron algo en Daniel. Al día siguiente, junto con Camila, fue a la vieja biblioteca del barrio.

Entre estantes olvidados encontraron planos, fotos y proyectos de energías limpias. Era como descubrir un tesoro enterrado.

Decidieron probar. En la azotea instalaron un pequeño panel solar donado por un taller comunitario y unas aspas que se movían con el viento para ayudar a producir energía.

No era gran cosa, apenas encendía una bombilla, pero aquella noche, cuando toda la ciudad estaba oscura, el cuarto de Daniel brilló con una luz cálida.

—¡Funciona! —gritó Camila con una sonrisa inmensa, mientras el viento soplaba y hacía girar las aspas.

La noticia se esparció. Vecinos curiosos comenzaron a subir, algunos con baterías, otros con ideas.

El edificio, antes gris y silencioso, empezó a llenarse de voces, risas y una chispa de esperanza.

Las semanas siguientes fueron un torbellino. Lo que comenzó con una lámpara se convirtió en varias luces encendidas, luego en un ventilador que funcionaba con energía del viento, después en cargadores para los teléfonos.

La energía venía del sol y del viento que corría entre las calles estrechas.

La ciudad seguía en crisis, sí. Pero aquel pequeño sitio brillaba distinto.

Una noche sin luces en la ciudad, la azotea de Daniel resplandecía como si fuera un pequeño sol.

Él miró el cielo y, por primera vez en años, entre el humo alcanzó a distinguir una estrella.

—¿La ves? —susurró Camila.

Daniel asintió.

No era solo una estrella. Era como una chispa que abría caminos nuevos en la oscuridad, un recordatorio de que incluso la oscuridad más densa puede ser vencida por una pequeña luz.

Y así, entre sombras y soles, la esperanza volvió a brillar.

Información del cuento

Este cuento fue escrito por Enyember Manuel Alarcón Fernández.

Imagen de portada generada con ayuda de Adobe Firefly.

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