Ana y los cafetales

Aunque su mamá le había dicho que irían a un viaje de aventuras, Ana, a sus cortos ocho años, sabía que estaban huyendo de los hombres malos que usaban uniformes y armas.

Después de caminar por varios días, llegaron a unas montañas de cascadas rebeldes y riachuelos juguetones que murmuraban “chusss, chussss” mientras recorrían el paisaje.

Allí fueron recibidas por personas que las trataron como si fuesen familia. En medio de la melancolía, Ana se sintió feliz con tanta amabilidad.

“¿Cómo les ha ido con las cosechas de café?” preguntó su madre a doña Carmenza, la anciana de la comunidad.

“Oh, ha sido terrible, los cultivos no nacen o mueren rápido” respondió la anciana con tristeza.

Por eso la montaña se veía opaca y sin vida, pensó Ana. La niña decidió salir a explorar para saber por qué los cultivos no florecían.

Caminando en medio de las plantas marchitas escuchó un ruido que la puso alerta. “Scrach, scrach”. ¿Serían los hombres malos? A pesar del miedo, Ana se movió sigilosa al lugar desde donde provenía el sonido y se encontró con un gran ratón de manchas blancas.

“Oh, no encuentro nada…” murmuraba el animalito.

“Señora ratón. ¿qué está buscando?” Preguntó Ana.

La criatura se giró asustada, y en su rostro peludo había un gesto de irritación.

“Primero, no soy un ratón, ¡soy una paca!” respondió indignada “Y segundo, … estoy buscando comida. Como se la pasan cultivando y cultivando el suelo está cansado… ¡Ya no hay plantas para comer!”

Eso preocupó a Ana, porque si no había cultivos de café, ¿de qué iban a vivir? Tenía que hacer algo. De repente, recordó que su abuela le había contado sobre los espíritus de la naturaleza, que solían vivir en los lugares con muchos árboles.

Con valentía, se dirigió al bosque de la montaña en búsqueda de esos espíritus. La paca caminó tras ella, porque una niña no debería estar caminando sola por lugares como esos.

“Niña, mejor devuelvete, en la noche salen animales muy hambrientos” le advirtió la paca.

Pero Ana se negó y empezó a entonar la melodía que le había enseñado su abuela para llamar a los espíritus.

Ven a mí, noble guardián del bosque
La vida necesita tu sanación
Confío en tu ternura que siempre acoge
Y en la dulzura de tu protección

“¡Ay, niña! Te falta afinación” refunfuñó una voz aguda.

Ana bajó la mirada y se encontró con un ser del tamaño de una manzana. Tenía el cabello hecho de pasto y vestía un traje de hojas.

“Ay, no, no hagas tratos con ellos, son estafadores” aconsejó la paca, pero la niña la ignoró.

“Amable espíritu, por favor, sana el suelo del bosque” suplicó Ana.

“Bueno, debieron pensarlo mejor antes de dañarlo” respondió el ser “Por suerte para ti, pobladores de otras tierras crearon este polvo mágico que sana el suelo”.

El pequeño chasqueó sus dedos, y entre una nube de colores, apareció un costal de fique. ¡Allí estaba la solución a todos sus problemas! Pero antes de que lo tomara, el espíritu habló.

“No, no, no… Si quieres que te dé esto, debes darme algo a cambio”

“Te lo dije, esos duendes son avariciosos” murmuró la paca.

Ana no tenía nada que le interesase a un espíritu, o mejor dicho a un duende, pero de repente se le ocurrió una idea.

“Ahorita no tengo nada, señor espíritu, pero cuando crezcan los cultivos, le daré el mejor café que haya probado” propuso la niña.

El espíritu lo pensó por varios minutos, Ana pensó que iba a negarse, pero al final él aceptó. Saltando y cantando, Ana llevó el costal hasta donde su mamá, que la recibió con un regaño. La niña le mostró el contenido del saco, pero vio que solo había tierra. Por un momento pensó que el duende la había engañado, pero su mamá se veía feliz.

“Esto era lo que necesitábamos” exclamó su madre con alegría.

“Es solo tierra” respondió Ana.

“No, mi niña, es abono, se crea con cáscaras de fruta y otros residuos” explicó su madre.

“¡Sí!” apareció doña Carmenza “Es una forma ancestral de sanar el suelo. ¡Por fin podremos cultivar”.

Las personas de la comunidad esparcieron el abono en el suelo, y en menos de seis meses, los cultivos nacieron vigorosos, mostrando sus suaves hojas y frutos brillantes. No solo las personas pudieron alimentarse , los animales también llenaron sus estómagos luego de años sin comer bien.

Como Ana lo prometió, le dio al duende el café que habían cultivado. El pequeño ser quedó maravillado con el sabor de aquel brebaje, así que le pidió más para llevarlo a todos los rincones de la tierra, a cambio de entregarle más abono.

El café de Ana se volvió muy famoso, llegando hasta los rincones más alejados del mundo. El pueblo de aquellas montañas prosperó enormemente, y dejaron de temerle al hambre y a la escasez.

Así fue como Ana no solo encontró un hogar en paz, sino que también halló un sueño que nació en los cafetales.

Información del cuento

Este cuento fue escrito por María Lucía Sarmiento Rojas.

Imagen de portada generada con ayuda de Adobe Firefly.

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