Aleloco, el inventor que estaba loco

Cuento basado en el artículo: Power Ecofuel innova: La mezcla de combustibles que permite disminuir las emisiones de los autos

 

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“¡Estás loco, Jorge!” exclamó el Gran Jefe, un hombre alto y barbudo, con mirada intimidante.

“¡Gran Jefe! Pero si no hacemos algo, la gente del pueblo se va a ahogar por el humo de esos aparatos” le respondió Jorge con desesperación.

“¡Patrañas! Los autos llegaron para que la gente se moviera más rápido” le dijo el hombre “Ahora, ¡vete! Me estás haciendo perder el tiempo” ordenó, así que Jorge muy desanimado salió de aquella casona.

En casa se encontró con Armando el armadillo. “¿Y bueno? ¿Qué te dijo?” le preguntó su compañero de siempre.

“El Gran Jefe se negó a hacer algo, no ve a los carros como un problema” respondió Jorge bastante triste.

“¿Qué vamos a hacer?” preguntó Armando, pero Jorge solo se encogió de hombros, porque no sabía cómo salvar a su querido pueblo, Dosquebradas.

Tal vez estés perdido, mi pequeño lector, así que te explicaré la situación. Nuestros pintorescos personajes viven en un pueblo colorido llamado Dosquebradas, que está rodeado de siete ríos cristalinos y llenos de vida. 

Hace unos años llegaron unas máquinas sorprendentes, porque se movían con llantas y llevaban a la gente de un lugar a otro en pocos minutos. Esos aparatos se llamaban carros.

La gente del pueblo estaba muy feliz por aquel invento, porque podían viajar rápidamente a diferentes sitios. Entonces Dosquebradas empezó a llenarse de muchísimos carros. El “run” “run” “run” se escuchaba en todas las esquinas de aquel pueblo.

Pero sólo Jorge identificó el peligro que podían representar los autos debido al humo que salía por unos tubos y que se desprendía de sus motores. Trató de advertirles a las personas del pueblo, pero ninguno prestaba atención. Le decían que era un exagerado y lo ignoraban. Hasta el Gran Jefe lo había echado de su casa al escuchar sus advertencias.

“¡Debemos hacer algo! O sino a todos nos va a tocar llevar esa burbuja en la cabeza” clamó Armando. 

El humo que emitían los autos hacía que el aire fuese difícil de respirar, por eso, ancianos y algunos niños llevaban una burbuja de aire en la cabeza para respirar. Pero el humo iba en aumento, y el aire empeoraba cada vez más. Hasta los árboles se estaban marchitando por esa nube gris que salía de los carros, ¡la situación era alarmante!

“El único que me hace caso eres tú, no tiene sentido seguir intentando…” murmuró Jorge y empezó a caminar hacia su casa.

“¡No podemos darnos por vencidos, Jorge!” le insistía Armando mientras trataba de alcanzarlo dando saltitos con sus cortas patas.

¡BOMM! Se escuchó a lo lejos. Alarmados, Jorge y Armando se dieron cuenta que la explosión venía de la calle de su casa, así que corrieron para averiguar qué había pasado. 

Al llegar, vieron a los bomberos apagando el incendio de una casa y a un hombre que parecía un pollo quemado. No fue difícil adivinar de quién se trataba.

“Aleloco hizo una tontada otra vez” dijo Armando irritado. Alexander, o mejor conocido como Aleloco, era un vecino de Jorge reconocido por ser un inventor que parecía tener las neuronas mal conectadas. Siempre estaba creando artefactos salidos de su extraña imaginación, que nunca funcionaban.

Pero esta vez las cosas se le habían salido de las manos y al parecer había incendiado su casa.

“Deberíamos ayudarlo, Armando” propuso Jorge. Armando lo miró alarmado.

“¡No! Ese hombre tiene los cables sueltos” exclamó el armadillo. Pero al final Jorge le dio posada a Alexander, a pesar de que Armando refunfuñaba con la presencia del inventor.

“Alex, ¿qué invento estabas creando?” preguntó Jorge mientras comían en la cocina.

“Oh, estaba creando algo singular y único” respondió con los ojos brillando como estrellas. “Se trata de una casa flotante. Estaba haciendo el prototipo, pero ocurrió ese pequeño incidente”.

“Aleloco, incendiaste tu casa” le dijo Armando.

“No le digas así” le regañó Jorge muy indignado.

“No tengo problema, la palabra loco es para mí un cumplido” aseguró Alexander “Aunque ustedes están casi tan locos como yo, ¡quieren que la gente deje de usar los autos!”

“Son dañinos para el planeta, su humo lo enferma” respondió Armando con seguridad.

“Y también nos enfermamos nosotros…” agregó Jorge.

“¡Se me ocurrió una idea!” exclamó Aleloco mientras saltaba de su silla “¡Crearé un invento para que los carros no produzcan humo”.

“No es mala idea…” consideró Jorge, pero su amigo el armadillo no estaba muy seguro.

“No, claro que no, es una locura” se negó Armando decidido.

“Las locuras son los mejores sueños por cumplir, mi amigo erizo” respondió Alexander.

“Soy un armadillo” le corrigió Armando.

Aleloco construyó un laboratorio improvisado en el patio de Jorge y Armando. Algunas cosas habían sobrevivido del incendio, como sus gafas gigantes, la caja de herramientas y su bata de laboratorio, que estaba algo chamuscada.

“Bueno, colegas míos, necesito que hagan algo por mí” les comentó Aleloco y agregó: “Necesito que vayan al bosque y busquen un árbol muerto con un agujero en el centro. Allí hay un viejo que tiene todo tipo de aparatos inimaginables. Díganle que me de lo que está en la lista.” 

“¿Por qué no vas tú?” preguntó Armando.

“Porque debo hacer los planos de este increíble invento” respondió el inventor.

Y así Jorge y Armando fueron al bosque a buscar a aquel anciano. No sortearon ningún peligro, porque el bosque los protegía. Éste sabía que su misión era ayudar al planeta.

Cuando encontraron el árbol, vieron a un anciano de cabello tan blanco como una nube veraniega y robusto como un roble. El viejo ponía orden a una inmensa montaña de cables, carcasas, bombillos y demás cosas tecnológicas

 Le entregaron al hombre la lista, él la miró con el rostro de piedra.

“Para Alexander, ¿no?” preguntó el anciano y ellos dijeron que sí. El hombre les entregó lo que había en la lista y siguió con sus labores. Jorge y Armando vieron que solo les había dado unos cuantos cables, un aparato extraño y unas carcasas viejas, pero no dijeron nada. Como buenos mensajeros prefirieron irse a su casa para darle los materiales a Alexander.

Pasaron cinco días en los que Aleloco trabajó en su misterioso invento. A cada segundo se escuchaban los “tishhh” “tishhh” de los cables al chispear y el “tra” tra” tra” del martilleo. Jorge y Armando tenían miedo de que en cualquier momento su casa se volviera cenizas, pero por suerte eso nunca pasó, porque Aleloco pudo terminar su creación.

“¡Ta-da!” cantó Alexander y extendió sus manos hacia el frente para mostrar su creación.

“¿Un cubo?” preguntó Armando.

“No, es un rectángulo” corrigió Jorge.

“¡Nada de eso! Es la revolución de la tecnología” exclamó Aleloco.

“¡¿Cómo va a ser la revolución de la tecnología un cubo con cables?!” cuestionó alterado Armando.

“Ya lo verán, necesito un auto.”

Le pidieron el carro prestado a la vecina Rosa, la vendedora de obleas. Ella se negó al principio, porque no quería que su carro volara por los aires, pero Jorge y el armadillo la convencieron.

Doña Rosa estuvo mordiendo su pañuelo mientras Aleloco instalaba el extraño dispositivo en el carro. Cuando terminó, le dijo a la señora que lo encendiera para andarlo. 

“Dios mío…” murmuró doña Rosa. Se persignó antes de entrar al carro. Metió la llave sin dejar de temblar y encendió el auto. 

Todos observaron expectantes como el auto se movía. No explotó en ningún momento, y lo mejor de todo es que el carro no emitía el típico humo gris.

“¡Funcionó! ¡Funcionó!” gritó Aleloco dando grandes saltos de alegría. Armando y Jorge se contagiaron y también empezaron a saltar.

“¿Cómo lo hiciste?” preguntó el armadillo.

“Un loco jamás revela los secretos” le guiñó un ojo Aleloco.

El pueblo quedó maravillado con el invento de Aleloco, así que él fabricó un montón de dispositivos para todos los carros de Dosquebradas. El aire volvió a ser respirable, las hojas de los árboles bailaban con más alegría y la locura de Aleloco se contagió en todo el pueblo.

Hay una explosión, encuentran al científico loco, hacen el aparato y todos están felices.

Cuento escrito por: María Lucía Sarmiento Rojas

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