Cuento escrito para el primer concurso intercolegial de cuento ALUNA.
Escrito por: Susan Estefanía Barreto Pabón
Colegio INEM Custodio García Rovira
Había una vez, en algún lugar de Santander, un hombre llamado Ernesto Telgopor, una persona de 1.70 cm de alto, un poco robusto, de manos ásperas, un semblante muy serio, pelo liso y facciones marcadas. Este hombre podría parecer muy normal bajo su mascarilla, pero en realidad estaba muy enfermo.
Hacía unos meses se había divorciado de su esposa, así que descuidó demasiado sus comidas y empezó a sufrir de un horrible dolor de estómago. Buscó ayuda en los hospitales del pueblo, pero todos estaban llenos, así que su única esperanza era buscar una solución por su cuenta,
Entonces emprendió su viaje en busca de una cura para su dolor de estómago, que estaba cada vez peor ya que los medicamentos y drogas que tomaba le dañaban más y más su estómago.
Ernesto cruzó montañas, ríos y cordilleras hasta llegar al pueblito de Zapatoca. Por el hambre decidió ir a comprar chorotas, y en ese momento vio a unos muchachos hablando con una señora sobre remedios naturales y por un breve momento pensó: “¿qué tanto serviría un remedio natural?, ¿no son tan eficaces?” Pero estaba desesperado, así que decidió preguntar, al fin y al cabo no perdía nada con hacerlo.
“Disculpe, señora, ¿tendrá algo para el dolor de estómago?” preguntó Ernesto bastante tímido.
“¡Sí! Precisamente tengo algo para eso en mi casa. Acompáñeme” le invitó la señora.
Caminaron hacia una vereda tranquila, con personas muy amables. Se notaba que era una vereda antigua, porque sus pisos eran de piedra y algunas casas parecían de época colonial. Aún así, el lugar estaba muy bien cuidado.
Mientras subían una empinada calle, la señora le dijo que se llamaba Lidia y que era una de las curanderas del pueblo, así que todos iban a buscarla para que sanara sus males. Ernesto estaba muy feliz, porque había encontrado a alguien que lo curaría.
“¡Pase y siéntese!” dijo Lidia cuando llegaron a su casa y luego empezó a rebuscar entre las hierbas secas que tenía colgadas de unos ganchos frente a la ventana.
“¿Qué tipo de dolor tiene?” le preguntó Lida a Ernesto.
“No lo sé, solo sé que me duele mucho, como si me estuviera quemando todo el estómago” respondió el hombre.
“Ummm, ya sé lo que necesita”.
Entonces la mujer tomó varias plantas: unas flores amarillas como el sol, unas hojas muy verdes y unas raíces enredadas. Luego, las metió en una olla que tenía agua hirviendo y empezó a mezclar todo. De la olla salía un olor extraño que a Ernesto lo hizo sentir mareado.
“¡Listo!” exclamó Lidia “Mire, tiene que beber esto y se sentirá bien de inmediato” le dijo a Ernesto mientras le ofrecía una cucharada de su preparación.
El hombre observó el remedio que había hecho Lidia, y vio que era de un color marrón tierra, lo que le generó muchas náuseas.
“Eso no se ve muy bien…¿está segura de qué no me pondré peor?” preguntó.
“Llevó años curando gente, le aseguro que en menos de nada se sentirá mejor” contestó Lidia con mucha energía, así que Ernesto cerró los ojos y bebió de la pócima.
¡El sabor era horrible! Era como beber tierra con cáscaras de limón, aún así, Ernesto se la bebió con mucho esfuerzo. Tosió durante un rato, casi se le salen los pulmones, y bebió mucha agua. Pero, por primera vez en muchísimo tiempo, Ernesto ya no sentía dolor en su estómago.
“¡Estoy curado! ¡Estoy curado!” saltó de felicidad Ernesto.
“Se lo dije, le dije que iba a funcionar” le dijo Lidia.
“Gracias, señora Lidia, estoy agradecido, ¿cómo puedo pagarle?”
“No se preocupe, más bien, cuénteme por qué tenía ese dolor de estómago” pidió la curandera.
Entonces Ernesto le contó sobre la separación con su esposa, quien se había ido de su lado porque él no la dejaba cumplir sus sueños, pues Ernesto pensaba que las mujeres debían estar en la casa haciendo los quehaceres y cuidando a los niños.
Lidia se quedó pensando un rato después de escuchar aquella historia, y después le dijo:
“Acompáñeme un momento”. Y lo llevó al jardín de la casa, en donde habían muchas mujeres atendiendo a personas enfermas. Algunas haciendo remedios, otras masajeando y unas cuantas curando heridas.
Ernesto observó cómo estas mujeres, de diferentes edades, trabajaban arduamente para sanar a sus pacientes.
“Como verá, Ernesto, las mujeres no solo servimos para estar en la casa, también podemos servir a la comunidad y trabajar” le dijo Lidia.
Con esto, Ernesto comprendió muchas cosas, y aquel pensamiento machista desapareció de su mente. Entonces, este hombre alto y corpulento se quedó viviendo en aquella vereda, ayudando a las mujeres a atender a todos los enfermos que llegaban.
Así, Ernesto no sólo curó la herida de su estómago, también la herida de su alma.